31 de mayo de 2013

Comentario a las lecturas de la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Corpus Christi), ciclo C,

LA FIESTA DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Benedicto XVI nos decía que esta fiesta “nació con la finalidad de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en al Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor porque “en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos hasta el extremo, hasta el don de su Cuerpo y de su Sangre”.

Estamos celebrando gozosamente lo que Jesús realizó en la oscuridad del cenáculo con sus discípulos en la última cena. Parece que así cumplimos, en esta fiesta, aquellas palabras de Jesús “proclamad desde los terrados” lo que Él hizo en secreto.

Después de la misa, en todo el mundo, suele haber una procesión. Es como si “lleváramos a Jesús, con nuestra mente y corazón, hasta los últimos rincones de la cotidianidad de nuestra vida para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos”. Para que conozca nuestra vida, ambiente, problemas y alegrías.

Siguiendo también a nuestro gran Benedicto XVI recordamos, en esos momentos de procesión, las palabras de Jesús “mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. Es que Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y nos pide entrar pero no sólo por un día, sino para siempre.

De esta manera la fiesta de Corpus Christi viene a ser como un llamado especial para que nos unamos todos los cristianos en torno a nuestro Salvador y Redentor, que ha querido quedarse con nosotros como amigo, alimento y sacrificio.

Vayamos ahora a la liturgia del día:

“La solemnidad del Corpus Christi está íntimamente relacionada con la Pascua y Pentecostés: la muerte y la resurrección de Jesús y la efusión del Espíritu Santo.

Además, está inmediatamente unida a la fiesta de la Santísima Trinidad, celebrada el domingo pasado. De esta manera el Corpus Christi es una manifestación de Dios, un testimonio de que Dios es amor”.

La primera lectura de hoy nos presenta al sacerdote Melquisedec que, al regresar Abraham victorioso, ofrece algo único y extraño. En vez de las víctimas acostumbradas sacó pan y vino y bendijo a Abraham y a su Dios:

“Bendito sea Abraham por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo que te ha entregado a tus enemigos”.

Es claro que la Iglesia ha tomado siempre este sacrificio como figura de Jesús en la Eucaristía. Por eso mismo, en el salmo responsorial, alabamos al Sacerdote eterno que es Cristo:

“Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec”.

Por su parte, san Pablo nos cuenta que él recibió una tradición, es decir, que a él también le contaron los cristianos de la Iglesia primitiva el gran regalo de Jesucristo, y él, con fidelidad lo transmite:

“Yo he recibido una tradición que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido”.

Estas palabras nos hacen ver cómo la Tradición en la Iglesia de Jesús es anterior al Evangelio escrito y en general a todo el Nuevo Testamento (ésta es una de las razones por la que la Iglesia “venera por igual la Biblia y la Tradición”).

¿En qué consiste esta tradición?

Lo dice san Pablo: “el Señor Jesús la noche en que iban a entregarlo tomó un pan y pronunciando la acción de gracias lo partió y dijo: Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”.

Luego nos cuenta lo mismo respecto a la consagración del cáliz.

En este capítulo once de la primera carta a los Corintios está, pues, la institución de la Eucaristía y hoy la Iglesia la recuerda con mucho amor y gratitud.

En el verso aleluyático encontramos estas palabras de Jesús, del capítulo seis de san Juan, que se refieren también a la Eucaristía:

“Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.

El Evangelio de san Lucas nos relata la multiplicación de los panes que es símbolo de la Eucaristía que Jesús quiere que llegue a todos.

Aprovechemos la fiesta del Corpus Christi para acercarnos a Jesús, recibirlo y acompañarlo con amor.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

24 de mayo de 2013

La Santísima Trinidad, ciclo C

EL GRAN MISTERIO 

Comenzamos con la oración del día pidiendo: “Dios Padre todopoderoso que has enviado al mundo la Palabra de la Verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa”. 

Toda la liturgia hoy está impregnada de este misterio que es el más grande de nuestra fe. 

Relee la oración y verás cómo enseña que el Padre nos envía a Jesús, Verbo encarnado y al Espíritu Santo, para que podamos descubrir que hay un solo Dios y en Él tres Personas maravillosas. 

Cuando el Papa Benedicto XVI abrió el Año de la Fe nos escribió que la “puerta de la fe” la atravesamos con el bautismo “con el que podemos llamar a Dios con el nombre de PADRE, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del SEÑOR JESÚS que, con el don del ESPÍRITU SANTO, ha querido unir en su misma Gloria a cuantos creen en Él”. 

Así comienza la carta Porta fidei resaltando el misterio trinitario. Y continúa el Padre hablando del mismo misterio: 

“Profesar la fe en la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), equivale a creer en un Dios que es Amor: el PADRE que en la plenitud de los tiempos envió a su HIJO para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el ESPÍRITU SANTO que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor”. 

Algunos católicos dicen que no hay que hablar de la Trinidad porque es un misterio que no podemos entender. Es cierto que no lo podemos entender, pero hay que hablar de él y vivirlo porque la Santísima Trinidad, es decir, un solo Dios y tres Personas es la revelación más grande que nos ha hecho nuestro buen Dios. 

En cuanto a las lecturas de hoy, debemos profundizarlas porque en ellas, de manera especial la segunda y el Evangelio, encontramos bellas enseñanzas sobre la Trinidad. 

El libro de los Proverbios nos habla de la Sabiduría de Dios. Entendemos que el Verbo es esta Sabiduría y que la Biblia lo presenta actuando en la obra de la creación junto con el Dios Creador, es decir, el Padre. 

San Pablo nos recuerda que “hemos recibido la justificación por la fe y estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo… el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. 

También aquí Pablo nos presenta la Santísima Trinidad porque es el PADRE el que nos justifica mediante su HIJO Jesús y nos da su amor por medio del ESPÍRITU SANTO. 

El Evangelio nos invita también a meditar el mismo misterio. 

“Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena… Él me glorificará porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”. 

Sabemos también que cuando la liturgia tiene un prefacio especial nos presenta en él la esencia de la fiesta. Meditémoslo: 

Dios Padre “que con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza”. 

Es decir que hay un solo Dios y tres Personas y añade: 

“Lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo sin diferencia ni distinción”. 

Aunque son tres Personas, tienen la misma naturaleza porque son un solo Dios. 

Por eso “al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad adoramos tres Personas distintas de única naturaleza e iguales en su dignidad”. 

Ésta es la Trinidad que alabamos y glorificamos día a día como nuestro único Dios y Señor. 

Finalmente, el salmo responsorial nos invita a glorificar a nuestro Dios: 

“Señor, Dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra”. 

Siempre que nos santigüemos con esa oración tan simple que la Iglesia nos invita a repetir, hagámoslo con fe, pensando en el misterio más grande: 

“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

16 de mayo de 2013

Pentecostés, ciclo C

EL ESPÍRITU SANTO ESTÁ 

“El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manaran ríos de agua viva”. 

Es el mismo san Juan quien explica que Jesús “dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él”. 

Y hay algo más interesante en la explicación, como Jesús no había sido glorificado con su resurrección y ascensión, todavía no se había dado el Espíritu a los suyos. 

Pues sí, amigos, muchas veces prometió Jesús el Espíritu Santo y al fin llegó. Y llegó el día de Pentecostés cuando estaban todos reunidos en el mismo lugar. Hoy lo celebramos: 

Un fuerte ruido, como de viento recio, unas llamas de fuego, y el alboroto del don de lenguas fueron los signos externos con que el Espíritu Santo manifestó su presencia. 

El fruto fue grande. 

Aquellos cobardes comenzaron a evangelizar con valentía, predicando que las autoridades del pueblo habían matado a Jesús pero Dios cumplió su promesa resucitándolo. Ellos eran testigos. 

Desde entonces, de una manera especial, el Espíritu sigue actuando en la Iglesia de Jesús. 

Él la lleva de la mano hacia la Parusía. 

Es Él quien la embellece y purifica a diario. 

Si examinamos la Escritura nos damos cuenta de cómo fue el Espíritu quien condujo al mismo Jesús: lo encarnó, lo llevó al desierto, a Galilea y, finalmente, a Jerusalén, donde debía ser crucificado. El mismo Espíritu lo resucitó. 

También condujo a María a la fecundidad virginal y la fue transformando en la amada de Dios. 

Siempre abierta, como una esclava, para hacer la voluntad del Padre. 

En la liturgia de hoy vemos cómo también transformó a los apóstoles. 

Los llenó de dones y valentía hasta el punto de conducirlos hasta el martirio. Es Él mismo el que ilumina también hoy a la Iglesia, es decir, a cada uno de los que formamos parte del cuerpo místico de Cristo, haciéndonos hijos de Dios. Por eso podemos llamar Abbá, Padre, al mismo Dios. 

Y si queremos saber lo que hace continuamente el Espíritu Santo, nos lo dice el Vaticano II en este Año de la Fe: 

“Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús ven. Y así toda la Iglesia aparece (según dicen los santos padres) como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. 

En el Evangelio de hoy Jesús nos dice “si me amáis guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros”. 

Es preciso tener esto en cuenta ya que podemos perder el don más maravilloso que Dios nos ha dado por medio de Jesús. 

Y más adelante el Señor continúa: “El Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. 

Es por tanto el Espíritu Santo quien llena nuestra inteligencia “enseñándonos” y nuestro corazón “recordándonos”. 

Este día de Pentecostés será una riqueza muy especial para ti, si respondes a estas preguntas u otras que tú mismo te puedes hacer en oración: 

¿Conoces la obra del Espíritu Santo en la Iglesia? 

¿Sabes que el Espíritu Santo nos hace a todos un cuerpo con Cristo, Él la cabeza y nosotros los miembros? 

¿Sabes las maravillas que Dios ha hecho en tu alma, desde el bautismo, por medio del Espíritu Santo? 

¿Se lo has agradecido? 

Con la Iglesia repitamos hoy estas invocaciones: 

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles…” 

“Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la paz de la tierra”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

9 de mayo de 2013

La Ascensión del Señor, Ciclo C

OS CONVIENE QUE YO ME VAYA 

Hoy recordamos la Ascensión del Señor que en realidad es un complemento de la resurrección. Es decir, de la glorificación – exaltación que el Padre hizo a su Hijo “humillado hasta la muerte de cruz”. 

La Ascensión fue, al mismo tiempo que el triunfo de Jesús, un momento de gran alegría para los apóstoles. 

En efecto, en el Evangelio de Juan leímos hace unos días que Jesús decía a sus apóstoles: 

“Si me amarais os alegrarías de que vaya al Padre porque el Padre es mayor que yo” (se entiende que el Padre es igual a Jesús en cuanto Dios y mayor que Jesús en cuanto hombre). 

Por eso al terminar el relato de la ascensión a los cielos san Lucas nos dirá que los apóstoles “volvieron a Jerusalén llenos de alegría”. 

Sin duda que al ver subir a Jesús de una manera tan maravillosa, los apóstoles debieron pensar: todo era verdad… Él sí ha cumplido. Vale la pena jugárselo todo por nuestro Maestro. 

Y así lo hicieron: fieles hasta el martirio. 

Hoy la liturgia nos relata dos veces, escritas por el mismo san Lucas, la Ascensión del Señor. 

Recordemos: Después de un momento de duda por parte de algunos apóstoles que seguían ilusionados por un Mesías que restaurara el reino de Israel aquí en la tierra, Jesús les repite la promesa del Espíritu Santo que les dará: “fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo”. 

Poco después “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de su vista”. 

La nube es signo de la presencia del Espíritu Santo, el mismo que lo humilló al encarnarlo es el que lo exalta llevándolo al cielo. 

El Evangelio lo cuenta de esta manera: “después de esto los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. 

Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría”. 

Ya sabemos que esta alegría proviene, no de que se ha ido Jesús definitivamente, sino de la seguridad de que Él cumplirá las promesas de enviar el Espíritu Santo y de “yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”. 

Seguramente que la alegría tenía una fuente mucho más profunda que era haber comprobado que podían esperar que todo lo que dijo Jesús se cumpliría. 

¿Y qué hace Jesús ahora en el cielo? 

Nos lo dice el prefacio de la fiesta: 

“Jesús, el Señor, rey de la Gloria… ha ascendido hoy… a lo más alto del cielo como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. 

No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo a su reino”. 

Por su parte, la segunda lectura, que es de la carta a los Hebreos, nos explica qué hace Jesús en el cielo desde el día de su ascensión: 

“Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres, sino en el mismo cielo. Para ponerse ante Dios intercediendo por nosotros”. 

Evidentemente que esta intercesión de Jesús es para nuestra salvación eterna. 

Por otra parte nos advierte también, el autor de la carta a los Hebreos que “Cristo enaltece nuestra naturaleza humana porque participa de la gloria de Dios”. 

Es decir, que un hombre (como nosotros en cuanto su humanidad) está metido en el seno de la Trinidad y con Él vamos todos. 

La fiesta de la Ascensión debe servir “para que nos mantengamos en la esperanza”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

2 de mayo de 2013

VI Domingo de Pascua, Ciclo C

PREPARANDO LA FIESTA DE PENTECOSTÉS 

El tiempo pascual avanza y, casi sin darnos cuenta, vemos cómo la liturgia, después de haber dado toda la importancia que tiene la resurrección de Jesucristo, nos va llevando hacia Pentecostés a través de lecturas bíblicas, antífonas, oraciones, etc. 

Evidentemente que la resurrección de Jesús de entre los muertos es lo fundamental de nuestra fe. 

De su Pascua depende nuestra salvación. 

Pero el día de la ascensión de Jesús no aparecía claro que los discípulos que quedaban tuvieran mucha capacidad para construir su Reino en este mundo. 

Era preciso que el pequeño grupo de la Iglesia creciera en número, pero sobre todo en profundidad, para seguir la obra de Jesucristo. 

Por eso, la liturgia cada año nos conduce, poco a poco, a través de las grandes verdades de nuestra fe al encuentro de nuestro Dios. Y el corazón de todo es la Pascua y Pentecostés. 

De las hermosas lecturas de este día vamos a escoger unos pensamientos que nos ayuden a prepararnos desde ahora a la fiesta del Espíritu Santo. 

Antes de continuar es bueno que resaltemos un detalle importante para entender mejor las promesas de Jesús: 

Él habla de dos “Consoladores”, el primero es Él mismo y “el otro Consolador” es el Espíritu Santo. 

Varias veces en la última cena Jesús promete enviar desde el cielo este Espíritu Santo. Una de ellas la leemos en el Evangelio de hoy: 

“El defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. 

Está claro que Jesús enseñaba maravillas y también está claro que los apóstoles no entendían gran cosa de lo que Él decía. 

Sin duda fue ésta una de las humillaciones que sufrió Jesús por haber escogido a los humildes como fundamento del Reino que quería construir en este mundo. 

Pero como, en fin de cuentas, era Dios verdadero las cosas salieron como tenían que salir y el Reino de Dios tuvo como fundamento aquellos muy sencillos apóstoles, la mayor parte de los cuales eran pescadores. 

En los Hechos de los Apóstoles leemos hoy esta frase: “hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” 

Es hermoso ver cómo se habían compenetrado los apóstoles con el Espíritu Santo que les regaló Jesús el día de Pentecostés. Se identificaron con Él hasta hacer esta afirmación que deja claro el cumplimiento de la promesa de Jesús en la última cena. 

Otro de los frutos de la presencia del Espíritu en la Iglesia es la paz. Una paz que no es como la que da el mundo sino que es la paz que el Espíritu de Jesús transmite al corazón del cristiano. 

Y es que, en la medida en que vivimos la presencia del Espíritu, estamos seguros de tener también esta paz que serena el propio corazón en la intimidad de la persona y en sus relaciones con los otros y sobre todo con Dios. 

Finalmente, meditemos estas palabras tan consoladoras: “el que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”. 

Como sabemos que el amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, este texto bíblico nos asegura que la presencia del Espíritu Santo, con el Padre y el Hijo, no es algo transitorio ni superficial sino algo muy profundo que debemos meditar. 

Dios está dentro de nosotros. Permanece dentro de nosotros. 

¿Aprovechamos de verdad esta presencia de la Trinidad Santa? ¡Dios está en mí y yo estoy en Dios! 

Buena oportunidad la de estos días para pedirle al Espíritu Santo que tomemos conciencia de su presencia en nuestro corazón: ¡Yo soy templo del Espíritu Santo! 

En medio de estas reflexiones que nos propone la liturgia del domingo el salmo responsorial nos invita a alabar a Dios: 

“¡Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben! Que canten de alegría las naciones y que Dios nos bendiga”. 

Guardemos como pensamiento para la semana estas palabras del versículo aleluyático: 

“El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él”.